miércoles, 28 de abril de 2010

LA GENERACION PERDIDA



Ps. Sandra Milena Casas Herrera

... a la conciencia también se le puede hacer cirugia plastica

En los primeros años de colegio, uno se sentía afortunado por todo lo que nos contaban acerca de los avances de la humanidad. Pensaba yo: "vamos a hacer de todo cuando grandes, de todo lo bueno…ingenierías, literatura, artes, ciencia y la llegada de los computadores…vamos a ser la una generacion del conocimiento.


Sin embargo hay algo que bajo las asignaturas regulares, encubren las instituciones y, esto es, un código de silencio: no a la protesta, no a la confrontación del saber, no pensar demasiado, solo lo suficiente para aprender y no emprender. Por esto resulta vergonzoso cuando las instituciones apabulladas por los problemas de los jóvenes, llaman a los padres de familia a que creen conciencia (como si fuese una especie de magia mental). La conciencia existe como una necesidad del hombre para sentirse parte del mundo y no un objeto extraño, pero puede perderse a punta de silencio, la conciencia social, la humana, la conciencia de la obligatoriedad ética de toda profesión, la conciencia de dolor común cuando sabemos que sigue muriendo gente sin causa y que en el país se volvió un negocio peligroso disentir.


Después de ser acallados los primeros impulsos reaccionarios, la tarea con el tiempo es cada vez más difícil, casi imposible. Cuando se trabaja con grupos empresariales, familias e instituciones, emergen esas voces que quieren llamar a provocar la conciencia humana y, generalmente, el que calla es uno mismo, porque las palabras rebotan, no encuentran eco, acto seguido uno se siente más identificado con la familia de los aliens, de las piedras o de cualquier cosa que no sea tan incoherente como el ser humano.

A la final, de esa generación que iba a brillar, no brillan muchas cosas. Se suponía que tendríamos más tiempo, nuestros padres prácticamente nos pasaron de la religión católica a la religión educativa, en esa época nadie admitía no dar educación. Los que fuimos educados a partir de 1980 pudimos ser grandes en muchas cosas, pero el proyecto perdió adeptos con la emergencia de la belleza y el hedonismo. Tal vez con algo de razón, porque si hay algo lo afea a uno ante los demás es hablar de lo que no quieren escuchar, porque escucharlo significa renunciar a un ideal egoísta. No puedo olvidar la frase de mi mamá cuando yo iba a una entrevista o le comentaba algún cambio urgente en la empresa: “,no diga todo lo que piensa, acostúmbrese a las cosas que le molestan, porque si no le va a tocar renunciar de todas partes”… Y ha tenido razón.


Si no se nos permitió en el colegio o en la universidad disentir, menos lo harán en el mundo laboral. Los que hacemos parte de las ciencias psi y de la salud, somos profesionales regidos por el código de ética, pero la gran mayoría de las veces, nos convertimos en profesionales del silencio. Servir en primer lugar a la productividad, comulgar con ideas tan atroces, como pensar que ser buen trabajador es poder trabajar bajo presión y obviar atropellos contra los derechos humanos y la salud mental de los empleados. Algo sigue quedando de los procesos de selección nacidos en Alemania para reclutar mejores soldados, nos queda de fondo la idea de ir al trabajo como a un campo de batalla, donde solo prima sobrevivir, conservar el sueldo y lo demás, es solo parte del paisaje.


No, definitivamente no somos tan brillantes, porque sabemos todo lo que está mal, pero preferimos lo que sólo se mejora artificialmente, con efectos personalistas y sin trascendencia en lo social. Es una generación con delirio de juventud eterna, una juventud perversa conservada a toda costa; las madres ya no debe decirle a los niños la conocida frase “come porque hay muchos niños que se mueren de hambre”; deben decir cosas tan insensatas como “ponte la silicona porque a otras niñas pobres les toca quedarse así”.

De pronto brillemos cuando tengamos ochenta anos, cuando se desate una emergencia en la salud porque definitivamente nos toque afrontar la vejez y la fealdad, sin más remedio, sin poderse resistir, porque en ese momento la vida nos mostrará contundentemente que la garantía de felicidad estaba en lo que vimos, en lo que no dijimos en lo que no hicimos, en las pasiones que dejamos olvidadas,. La felicidad requería no prostituir las ideas por un salario y una pensión, era abusar de la capacidad de amar cada persona y cada cosa por su belleza innata, duradera e impalpable.

De otro lado, podremos dejar de ser profesionales del silencio, aceptar la pobreza que nos genera no adaptarnos a los ambientes alienantes, adquirir el hábito de conformarnos con poco, continuar en entrenamiento secreto para mantener el corazón, la sensibilidad y la ética. Podremos ser profesionales de la pobreza, para la pobreza y contra la pobreza, profesionales del afecto, la ética y defensores del libre ejercicio de pensar, decir y ejecutar… profesionales que podemos ser vistos como residuos sociales porque todo acto de contradicción hoy se ve como ilegalidad… pero sobre todo, profesionales que sabemos lo que se siente, hasta el aroma que tiene para el alma, ayudar a que otros vivan dignamente, crezcan con conocimiento, sabemos que es ver sonreír a alguien después de un largo proceso terapéutico, en el que el objetivo principal era sacar los residuos desastrosos de la violencia y el desamor.

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