martes, 6 de marzo de 2012

GUERNICA VI: Las violencias del discurso.

La filarmónica abraza la esquizofrenia, Beethoven no se rinde.

Sandra Milena Casas Herrera.
Psicóloga  


Enseñamos a los niños y, aún a los adultos con base en una negación de la acción: lo que no se debes hacer; entonces, claro se instala la pasividad, la imposibilidad y queda marcado en el ser que la quietud es un estado apropiado, porque no se peca, no se comenten errores, pero más allá  de este procedimiento preventivo, lo que aprende  es a privilegiar la no acción por encima de la acción. Crecemos bajo este parámetro y paradójicamente encontramos que todos los problemas humanos para ser tratados requieren acción, pero ¿acción de quienes?, ¿cómo?. Incluso los tratamientos para los problemas del comportamiento  siguen siendo métodos para acallar síntomas, métodos para frenar el impulso y que tal si nos preguntamos por acciones por el “si”, ese sí que es creación que es acción, ese sí que regalan los padres a un hijo cuando lo invitan a que sea, que diga, que cree. Es necesario, antes de toda represión, pensar con esperanza en la acción, dejar que la acción se de paso, que si se pueda, que no se deba, que la gente sea por lo que hace y no por aquello que debe esconder o medicar o, simplemente acallar.







Nuestra sociedad es concebida desde la represión y el ajusticiamiento; en ella, se da lugar a la cura pensada como el efecto mágico de matar síntomas, por ende, toda cura que denota tranquilidad individualidad, es dudosa. Pertenecemos a un mundo donde la organización y el desarrollo es homologada con la contabilidad y el registro de las alzas y bajas de PIB. La piscología ha aceptado también como una auto-certificación, encontrar enfermedades, trastornos y males, añadiendo cada año nuevos ítems en los manuales diagnósticos, que a su vez son estadísticos, lo anterior repetido por décadas ha dado lugar a profesionales que se sitúan por encima del paciente porque conocen con anterioridad el nombre del mal  y, por esto, asumen que pueden frenar comportamientos, síntomas sin preguntarnos cuál es la forma particular en que cada uno de nosotros supera la muerte, el dolor y es capaz de vivir.

Surcar por los caminos de la acción, de la creación, asumiendo las probabilidades y la posibilidad de tener que retornar y reiniciar, es una idea que no le pertenece ni a la medicina ni a la psiquiatría; en una idea que nació con arte. Es el arte el que con su renuncia al silencio, a la hipocresía y la represión el que habilita el mundo de los posibles y se deja seducir por cada individuo para ser percibido individualmente sin conformismos y sin obligación. El arte nos enseño que el tiempo no siempre se mide por el dinero que, si el tiempo es dinero aunque para muchos no lo sea, el arte ofrece a cada ser humano la posibilidad de vivir segundos que valen millones, que no se compran porque nunca se venderían. Millones vale ver un músico con John Zachary Dellinger, llora frente a un grupo de personas sin hogar, porque su madre es esquizofrénica; por este mismo motivo, por conocer esa necesidad de comunicación, de paz, sabe que tocar frente a aquellos que no gozan de salud mental es, no solo un regalo para ellos, es una fuente de sensibilidad y agradecimiento por permitirle a él entrar en esos mundos tan lejanos que no distinguen lo real de lo imaginario y, que por lo mismo, son fascinantes y pueden entender el arte.



Nathaniel Anthony Ayers, un violinista con esquizofrenia, sin hogar, fue encontrado en 2005 por el periodista Steve López.  Ayers tocaba el violín en la calle con dos cuerdas únicamente y le produjo al escritor la sensación de salirse de la enfermedad, de encontrarse cuando tocaba. Hoy aún toca, pero ya no con dos cuerdas, toca un violín acompañado de destacados estudiantes y de Robert Gupta un destacado violinista que decidió donar la música para favorecer el confort y la salud de aquellos que están en universos intocables. Los universos intocables de la locura, esos a los que todo ser humano escapa porque dan miedo, pero también se escapa de ellos porque obligan a ser en ausencia de la legalidad del comportamiento, es decir, son universos que son acción constante, la represión de ellos es efecto del miedo. Gupta reconoce que los años más difíciles de su vida fueron aquellos en que no toco y, por eso reconoce en sí mismo el miedo a la locura, como si la locura fuese aquello que me impide ser, hacer, equivocarme y entrar al mundo donde uno esta cómodo.





Beethoven a punto de sucumbir a la locura al perder la audición no desiste, se queda para terminar lo que sabe no será nunca más el placer total de antes, deja que su música no corresponda a un ejercicio narcisista, una producción que el mismo se regala. A pesar de su sordera y aislamiento en 1823 le regala al mundo La Novena Sinfonía.
Nuestro mundo es un lugar definitivamente hostil con aquel que no se puede llamar “sano” o cuerdo y, aunque se hagan constantes esfuerzos por aceptar a aquel que se sale de la norma, el miedo a la locura siempre gana por encima del sentido humanitario de dejar que  el llamado loco, despliegue su forma de amar, sus miedos y, que lo haga no porque los demás estemos de espectadores avalando sus acciones, si no porque deberíamos ser capaces de renunciar a esa necesidad de que nos satisfagan y que todos sean interesantes para nosotros; empezar a pensar que a través de esa sensación el otro que es quien realmente sufre, escapa por ese momento al dolor y se deja abrazar por un mundo donde no hay tanto ruido y lo inentendible se convierte en música y la música cuando lo recibe no lo califica, no lo medica, no lo somete a
Electroshock, al contrario, lo abraza y reconoce la singularidad de los movimientos, las pausas, los silencios y la imposibilidad de que ese momento sublime suceda de nuevo. La música enseña que el ser humano no es estadística es singularidad y que solo esa singularidad le permite ser sensible al arte, le permite crear y le permite interpretar el mundo.

Colombia 1996. Necesito situarme en ese espacio y tiempo porque lo que hoy veo en las grandes escuelas de música como Berklee, me recuerda un adolescente de 12 años interno en un hospital mental de la ciudad. David padece de esquizofrenia, en aquella época aun se amarraba a las personas para evitar que se hagan daño o hagan daño a otros (cosa que en realidad no creo, porque ya bastante se aquieta con medicinas). Ingreso por sus crisis eran cada vez más complejas, la madre lo visitaba únicamente los fines de semana porque debía trabajar al otro lado de la ciudad cuidando a otros niños que tal vez nunca imaginaron la nostalgia de madre de esta mujer al ver un hijo atado, perdido confuso, un hijo al que ella sentía que dejó de entender cuando ella era la única que debía hacerlo porque era la madre al fin y al cabo. Una tarde jugando parques David menciona a su tía y el piano, también me cuenta que le gusta estudiar inglés y es muy rápido en el aprendizaje, en este momento no veo síntomas veo tranquilidad; David me cuenta que a veces o cuidaba una tía que tenía un piano porque alguno de sus hijos  fue músico; el piano lo vendieron y David ni toco ni estudio más. Ese día yo solo tenía a la mano un Libro: El Nombre de La Rosa de Humberto Eco y, antes de dárselo me preguntaba si de alguna manera podía serle útil y creo que lo fue, no por tratarse de una obra importante, sino porque en ese lugar donde le quitan la familia, el movimiento, la libertad, cualquier regalo alegra mucho porque es una conquista sobre el mundo. David me conquisto a mí.

El día siguiente le entregué todos mis textos con los que aprendí inglés, solo había que mirarle los ojos al ver que tenía un cómo, podía hacer algo. En esos momentos uno se siente egoísta por negarle a otros seres humanos la belleza, la estética, sobre todo en esos momentos en que necesitan ser rescatados. Lógicamente con ese entusiasmo aprendió rápido, desafortunadamente no era posible recuperar el piano y eso era lo que a él le faltaba. Esas visitas son tristes, dejan la sensación de que hay una gran porción del mundo que necesita un medio, que no es por caridad o por uno verse mejor, es simplemente que urge ante tanto dolor y soledad. La última vez que lo vi estaba feliz, mirando una pintura y recorriéndola con los dedos, pero al momento siguiente estaba amarrado a una columna y le rodeaban moscas porque no podía espantarlas. Esa escena parte la vida en dos, es allí cuando reconoces en esas otras fuentes de salud: las del arte un poder mágico y dignificante. David podía no llegar a adaptarse totalmente a la sociedad, mucho menos en un país en el que nos falta tanto por decir a este respecto; pero comprendí la diferencia básica entre el mundo del arte y de la psiquiatría: el arte nunca renuncia a la dignidad humana, no somete a nadie, no deja que le vuelen moscas alrededor el arte no daña ni resta importancia a quien lo produce, David era digno un ser humano tocando piano y aprendiendo inglés. 

Este es un pequeño homenaje a ese joven que no sé donde está o si está, pero al que alguien debería contarle que sus notas y su magnífica inteligencia resuenan aun en mi, aun me sobrecogen como una melodía triste, pero como siempre (como nos enseñan los demás músicos de esa filarmónica de hermosos locos) siempre con pasión, amor y dignidad, siempre corriendo el riesgo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario